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Foto del escritorAlejandro Blanco

Trabajo precario, vida precaria

Mi inclinación por una forma de subsistencia más simple y autónoma en el campo encuentra su origen en una gran desilusión. La cual empezó a gestarse hace muchos años, cuando mi fuente de ingresos derivaba fundamentalmente de los contratos de prestación de servicios.


En el 2011 llevaba cinco años trabajando como contratista en una institución gubernamental en Colombia. Además, era consultor para un proyecto francés, financiado por la Unión Europea; y dictaba cátedra en una reputada universidad privada en Bogotá.


Mi trabajo implicaba viajes nacionales e internacionales, buenos ingresos económicos, algunas conexiones dentro del mundillo de personas privilegiadas y cierta reputación social. No obstante, había algo que me generaba gran inquietud.


Para ese entonces, nuestros hijos tenían seis y cuatro años de edad. La familia que habíamos iniciado ocho años atrás con mi esposa había crecido, así como todas las responsabilidades económicas que esto acarreaba.


La mejor educación que pudiéramos costear para nuestros pequeños, un lugar más amplio donde vivir, un mejor plan de salud, una buena alimentación y un largo listado de imprescindibles había ido incrementando considerablemente nuestro presupuesto familiar.


El problema era que mientras había certeza de los gastos que tendríamos a corto, mediano y largo plazo, no pasaba lo mismo con nuestros ingresos. Nadie sabía lo que pasaría una vez que alguno de nuestros contratos finalizara o ya no quisiéramos darle continuidad.


El lado oscuro de la flexibilización del trabajo


La flexibilización del trabajo es una transformación en las condiciones laborales en las que un trabajador se vincula a una organización, pasando de un empleo regular a contratos (o subcontratos) temporales.


Esto tiene por objetivo hacer que los contratistas se acoplen mejor a las necesidades específicas de quien los contrata. Lo que se da en un contexto de desempleo estructural; destrucción y reconstrucción de calificaciones; y módicos aumentos en el salario real.


Anteriormente, una persona que adquiría un empleo podía conservarlo toda la vida, lo cual le otorgaba seguridad, aunque perdía libertad, motivación, etc. Ahora la contratación puede durar meses, semanas u horas.


Las alabanzas de esta nueva forma de contratación exaltan la superación de la rigidez y la rutina de los trabajos convencionales. Y sí, es cierto, otorgan al trabajador mayor flexibilidad en cuanto a qué, cuándo, dónde y cómo hacer su trabajo.


No obstante, esta nueva modalidad de trabajo sumerge a los trabajadores en la incertidumbre laboral, generando un gran desgaste emocional. Lo que se traduce en estrés y convierte la subsistencia y los proyectos de vida de largo plazo en un acto de fe.


Una vida precaria


Una forma de reducir el riesgo de insolvencia es tener más de un contrato a la vez. Así, si uno no se renueva el otro puede que sí. No obstante, eso no salió bien para mi.


De repente, me encontré como un náufrago en medio de un océano de responsabilidades, con una cantidad exorbitante de trabajo, mucho estrés y poco tiempo libre. Razón por la que una feroz gastritis colonizó mi estómago y una arritmia hizo lo suyo con mi latidos cardiacos.


En mi mente estaba la idea ingenua de que una vez concluyera mi carrera profesional y obtuviera un título de posgrado accedería a un trabajo que me permitiría tener, finalmente, una “vida mejor” o, en otras palabras, un mayor poder adquisitivo.


Lamentablemente, todo lo que conseguí fue un castillo de naipes que se sostenía sobre arenas movedizas. Múltiples variables afectaban la continuidad de un contrato, lo que se daba en medio de intrigas de oficina, servilismos y el suspenso generado por el cliente final.


Seguramente habrá personas a las que la flexibilidad del trabajo les viene de maravilla. Sin embargo, es un grupo pequeño, que cada vez se reduce más. Lo que tiende a agudizarse gracias al desempleo generado por la inteligencia artificial y la cuarta revolución industrial.





Otra forma de subsistencia


La idea de una “vida mejor” que perseguimos ahora tiene menos que ver con conseguir un “buen contrato” que nos otorgue una “mayor capacidad de consumo”, el sueño dorado en la era del endeudamiento.


Por el contrario, es una reducción voluntaria de la cantidad de cosas que consumimos, lo que elimina la necesidad de conseguir más dinero a través de trabajos indeseables o “trabajos de mierda”, en palabras de David Graeber.


Durante los últimos años hemos venido reduciendo al máximo nuestros gastos, a través de la puesta en marcha de una vida simple. Esto nos ha permitido tener una existencia rica sin ser ricos.


Gracias a ello experimentamos una mayor sensación de tranquilidad, motivación, equilibrio, bienestar, enfoque mental y satisfacción. Todos estos aspectos imposibles de comprar por internet o en el supermercado.


Obviamente, no vivimos en un jardín idílico, ni somos ajenos a los muchos dilemas existenciales que aquejan la existencia humana desde el origen de los tiempos. Aún así, hemos logrado adaptarnos mejor a los efectos de la crisis civilizatoria que enfrentamos hoy.


Nuestro estilo de vida actual está ligado a la práctica de conceptos que sonarían extraños para la gran mayoría de personas: homeschool, agricultura orgánica y regenerativa, sistemas sintrópicos, permacultura, agroforestería, biofilia, decrecimiento y simplicidad voluntaria, entre otros.


De lo que se trata todo esto es de procurar cubrir tanto como podamos nuestras necesidades básicas obteniendo los recursos necesarios directamente del entorno natural en el que vivimos. Esto sin destruir el ecosistema con el que nos conectamos, sino, por el contrario, tratando de preservarlo en el tiempo.

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