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Foto del escritorAlejandro Blanco

Cuando la “potencia geológica” toca a tu puerta


Foto de NOAA en Unsplash

Previamente escribí acerca de El final del mundo (como lo conocíamos), donde compartía mis observaciones (como miembro de una comunidad rural de seres humanos y no humanos) sobre las intensas “disrupciones ecológicas” a mi alrededor. Aquí va la continuación.


Hay algo que se quiebra en nuestro interior cuando nos sentimos inermes y desvalidos dentro de “las fauces de un cocodrilo”; cuando nos enfrentamos a lo inevitable, a lo amenazante, a aquello que está mucho más allá de nuestro control. Lacan se refería a esto como el "reencuentro con lo real".


Cuando estamos expuestos a una fuerza descomunal de lo natural (del viento, del agua, del trueno, del fuego, de la temperatura extrema, de la peste, de lo sísmico o de la enfermedad) descubrimos que en realidad no somos tan grandes ni tan fuertes como pensábamos.


Entonces, sentimos (nuevamente) temor, eso que los Homo sapiens conocemos muy bien desde el principio de los tiempos y que tiene que ver con el origen del pensamiento mágico, del mito y de la religión.


Al llegar la modernidad, ese sentimiento de temor se interpretó como una forma de ignorancia, de irracionalidad. De ahí que, los científicos se propusieron desentrañar todos los misterios de la naturaleza y barrer la superstición del mundo.


No obstante, el temor a las fuerzas de lo natural está asociado a otra cosa: al hecho de que somos frágiles y pequeños frente a aquellas acciones brutales que fluyen desde lo salvaje, las cuales resultan imposibles de contener.


Ahora resulta, en contra de lo esperado, que la posesión del conocimiento racional no es suficiente para domesticar las fuerzas de la Tierra, que desatan caos a diestra y siniestra, sin dios ni ley.


Los cambios que hemos generado en el planeta (con efecto exponencial desde la revolución industrial, ya casi tres siglos atrás) ahora generan reacciones por parte del superorganismo planetario. La Tierra se transforma a sí misma con mucha rapidez. Lo que va más deprisa que nuestra capacidad de adaptación.


Lo anterior significa no el fin del planeta como tal (que ya se ha regenerado de episodios pasados mucho peores a los que hemos estado causando), sino más bien el fin de nuestro mundo, de nuestra civilización, y, quizá, de quienes habitamos en él.


Ahora está claro que la Tierra no es una roca inerte, sino un superorganismo con la capacidad de actuar y ejercer influencia. Y, ¡vaya, vaya! que está ejecutando esa capacidad para repeler nuestra falta de reverencia.


Está claro, los humanos nunca hemos tenido el dominio de todo, eso ha sido una ilusión. El problema es que nos cuesta mucho aceptarlo y vivir al ritmo caótico que ahora nos impone el superorganismo, que puede llegar a ser tan fiero como un león herido.


Las estructuras mentales que hemos heredado de la cultura occidental, con las que vemos y entendemos el mundo (creencias, valores y significados), así como nuestras estructuras físicas (ciudades, caminos, represas, edificaciones, etc.) no soportan el incremento de la intensidad de las nuevas dinámicas terrestres.


Todas las estructuras (no importa si son de tipo mental o material), están experimentando fallos en su constitución. Muchas de ellas ya se han desplomado debido a que se construyeron para un tipo de entorno muy diferente del que tenemos ahora.


De ahí las catástrofes silenciosas que experimentamos en la intimidad de nuestros cuerpos (crisis de ansiedad, depresiones y otros trastornos nerviosos y emocionales). Pero también fuera de ellos, en la escala local y global, desde donde los medios transmiten la espectacularidad de los colapsos.


El fin del proyecto civilizatorio que iniciamos hace 12 mil años (con la agricultura), basado en la dominación y la acumulación, se ha hecho azúcar y se está desmoronando. La pregunta es si podremos transitar hacia otras formas de civilización antes de desaparecer, o no.


El regreso de lo salvaje


En el prólogo de su libro Un tiempo más salvaje. Apuntes desde los confines de los hielos y los siglos, un reconocido geólogo, William Glassley, narra sus expediciones a las tierras vírgenes de Groenlandia, asentadas sobre el Círculo Polar Ártico.


Allí, la luz solar es escasa la mayor parte del año y las inclementes temperaturas desafían muchas formas de vida. De ahí que, no sólo investigar, sino todo sea extremadamente difícil: ver, caminar, calentarse, refugiarse, alimentarse; en otras palabras, sobrevivir.


Esto explica el porqué gran parte de ese territorio no fue colonizado por los imperios, porqué no hay civilización en los confines de los hielos, porqué allá sólo existe lo indómito, el territorio de lo salvaje.

A riesgo de su propia vida, Glassley habita aquel lugar esporádicamente. Pretende develar los misterios de la evolución de la Tierra en tiempos pasados, remotísimos, medidos en eones (miles de millones de años). Hurga bajo la piel del planeta para encontrar ese secreto que nadie ha encontrado.


En últimas, lo que este geólogo busca hacer es dar forma a un relato (científico) sobre la evolución de la Tierra, crear una historia. Para lo cual analiza las rocas con diversas técnicas de investigación, dispositivos de última tecnología y planteamientos lógicos.


Paradójicamente, su libro da cuenta de hallazgos de otro tipo: conocimientos adquiridos de manera inesperada, que trascienden la esfera de lo objetivable e incursionan en el campo de lo místico.


En algunos fragmentos del libro, Glassley confiesa que aunque su interés original era de orden académico, sus vivencias lo han acercado a la experiencia de lo sagrado”.


Paradójicamente, mientras este geólogo se afanaba debido a las observaciones cuantitativas, objetivas, se le revelaron algunas “verdades emocionales y sensoriales presentes en los territorios ajenos a lo humano”.


La profunda intimidad con la Tierra, que Glassley sólo pudo hallar en Groenlandia, lo condujo a hilar una impactante reflexión sobre lo salvaje, por la que yo habría besado los pies de ese sabio anciano, de haberlo tenido en frente mío al momento de leerla:


“El término wilderness (naturaleza salvaje, tierra virgen) procede del término anglosajón, wildeornes, que significa «el lugar en el que sólo viven los animales salvajes». De forma implícita, esta noción define también el lugar en el que la existencia humana es, en esencia, [una] batalla constante por la supervivencia. Un territorio donde no resulta fácil asentarse, ni cultivar la tierra, ni formar una familia o disfrutar de una velada con amigos. Las tierras vírgenes, habitadas sólo por la fauna salvaje, constituyen nuestras fronteras: podemos recorrerlas y explorarlas, pero todo intento de residir en ellas está abocado al fracaso. No son lugares acogedores ni hospitalarios. Es el territorio en el que el ser humano se vuelve presa.”

Lo más interesante de estas palabras es que aplican, de igual manera, para el surgimiento de una nueva época, que es nuestra nueva realidad, el nuevo mundo que está emergiendo y que aún no conocemos en toda su expresión.


No se trata, entonces, del regreso a lo salvaje, que sería el caso de Glassley “yendo a” Groenlandia. Más bien tiene que ver con todo lo contrario, que es el regreso de lo salvaje, que ahora “viene a” nosotros, extiende sus fronteras sobre lugares considerados baluartes de lo civilizado. Entra por las puertas de nuestras casas, nos habita.


Lo salvaje ya no se circunscribe a territorios remotos e inexplorado; ahora está en campos, pueblos, ciudades y cuerpos, que son azotados por la potencia de lo geológico.


Todo es susceptible de ser arrasado, haciendo inviables los sistemas que hemos construido, amenazando nuestra subsistencia. Convirtiéndonos en presa en medio del caos.

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